Misericordia y esperanza

La esperanza no es un eslogan, sino el pulso de los que creen que, al final, el amor vence.

El lunes pasado el mundo amaneció con una noticia que muchos fieles católicos hace tiempo temíamos: el Papa Francisco, tras días de convalecencia, había partido a la Casa del Padre.

Su muerte no es solo el final de un pontificado, sino el cierre de una era donde la Iglesia respiró con los pulmones de dos jubileos que él mismo diseñó: el Extraordinario de la Misericordia (2015) y el Ordinario de la Esperanza (2025).

Estos dos hitos, como columnas gemelas, sostuvieron su visión de una fe que no teme ensuciarse las manos en el barro de la humanidad. Hoy, al despedirlo, contemplamos su legado desde estos dos dones que nos dejó: el perdón que reconcilia y la esperanza que no claudica.

En 2015, Francisco sorprendió al mundo convocando un jubileo extraordinario. No era un gesto litúrgico más, sino un terremoto espiritual. “La misericordia es el nombre mismo de Dios”, repetía. Abrió las Puertas Santas en cárceles, hospitales y barrios marginales, no solo en catedrales. Quiso que la Iglesia fuera “un campo abierto donde todos encuentren refugio”.

En esos meses, el Evangelio se hizo carne: facultó a todos los sacerdotes para absolver el pecado del aborto, gesto que sanó heridas ancestrales en muchas mujeres alrededor del mundo. Visitó centros de refugiados, lavó los pies a una mujer musulmana y abrazó a víctimas de abusos, gritando: “¡Nunca más!”.

Creó los “Misioneros de la Misericordia”, sacerdotes enviados a “curar hasta las cicatrices del alma”. Fue un jubileo que desmontó la rigidez del legalismo y recordó que, para Dios, nadie es “caso cerrado”.

En mayo de 2024, ya con la salud frágil, Francisco convocó su último jubileo: “Peregrinos de la Esperanza”. En un mundo devastado por guerras, crisis climática y desencanto, quiso que la Iglesia fuera “antorcha, no lamento”. Este jubileo, aún en curso, es su testamento espiritual.

Otro tema nuclear para el Papa fue la ecología y la justicia: vinculó la defensa de la Amazonía con la lucha contra la pobreza, clamando: “No hay esperanza si la Casa Común se derrumba”.

En cuanto a la juventud, le dedicó un Sínodo (2018), invitándoles a “escribir la historia, no a huir de ella”. Fue un papa de gestos y encuentros. En plena guerra en Ucrania, envió emisarios para entregar ayuda humanitaria y mediar en la liberación de prisioneros.

Y es que Francisco no fue un administrador, sino un profeta. Descentralizó el poder de la curia vaticana, creando el C9, donde confió al cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga un rol clave como coordinador de este grupo que le ayudó a redactar la nueva constitución “Praedicate Evangelium”, para que Roma dejara de ser un epicentro burocrático y se convirtiera en instrumento al servicio de las Iglesias locales.

El cambio es claro: en primer lugar, se dio primacía a la misión. El Dicasterio para la Evangelización ocupa el primer lugar en toda la nueva estructura curial, desplazando así al Dicasterio de la Doctrina de la Fe, porque anunciar a Cristo es más urgente que custodiar dogmas.

Por otro lado, los laicos pueden ocupar puestos clave. Por primera vez, cualquier bautizado puede dirigir un dicasterio. “Porque el Espíritu no solo habla a los obispos”, repetía Francisco. Y por último, descentralización: las conferencias episcopales tienen más autonomía. De esta manera, Roma ya no decide todo; escucha.

Francisco fue el Papa que priorizó a los pobres sobre los dogmas, que defendió a los migrantes, llamándolos “víctimas de la cultura del descarte”, y que, incluso siendo criticado, insistió: “Prefiero una Iglesia accidentada a una enferma de autopreservación”.

Hoy, mientras las campanas de Comayagua a Roma repican por la Pascua del Papa Bergoglio, damos gracias a Dios por haber vivido en el tiempo de un pastor que nos recordó que la misericordia no es un lujo, sino el aire de la fe. Y que la esperanza no es un eslogan, sino el pulso de los que creen que, al final, el amor vence.

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