Estamos en el penúltimo mes del año y las previsiones marcan el inmenso riesgo, convertido también en grave peligro inminente, del avance de la pobreza, reflejado en la incapacidad de miles de familias de atender las necesidades básicas. Más de un millón y medio de hondureños, el 17.2% de la población, vive en extrema pobreza con L45 al día.
Y después de cuatro décadas sigue la exposición metafórica del vaso que rebalsa y se desparrama el líquido o aquellas palabras más modernas de hacer más rico al rico para que también se favorezca al pobre.
Más que señalar realidad tan evidente e innegable que asfixia, lo importante es apuntar certeramente a las causas reales, no con florida dialéctica, sino con plato, cuando lo hay, vacío.
Hay confluencia en la opinión generalizada sobre los causantes de este dramático escenario en el que 1.6 millones de hondureños viven en extrema pobreza y 4.8 millones en pobreza.
La corrupción levanta la bandera más alta entre las causas de la pobreza, marcando creciente lejanía de Honduras en todo lo relativo a la transparencia.
El drenaje es permanente y las perspectivas son muy escasamente halagadoras tal y como evidencian las labores legislativas. La violencia, el bajo nivel educativo, el desempleo y el enredo burocrático, que cubre el favoritismo y desvía los recursos, son fuentes de pobreza y miseria.
El drama real tras los datos estadísticos es protagonizado por miles de padres y madres sin oportunidades de trabajo y con necesidades fundamentales para la supervivencia o para una vida medianamente digna que les permita a ellos y a sus hijos poder ver y transitar un camino de progreso, aunque sea lento y sacrificado.
La deuda externa sigue galopando. La inmensa mora en la atención a las necesidades básicas es bomba con mecha muy corta ya y con poder tan destructivo que podrán contarlo quienes sobrevivan.