¿Alguna vez te has puesto a pensar cómo es el amor de Dios para nosotros? “Pido al Padre que de su gloriosa riqueza les dé a ustedes, interiormente, poder y fuerza por medio del Espíritu de Dios, que Cristo viva en sus corazones por la fe, y que el amor sea la raíz y fundamento de sus vidas. Y que así puedan comprender con todo el pueblo santo cuán ancho, largo, alto y profundo es el amor de Cristo. Pido, pues, que conozcan ese amor, que es mucho más grande que todo cuanto podemos conocer, para que lleguen a colmarse de la plenitud total de Dios”, Efesios 3, 16-19. ¿Y cómo es ese amor de Dios?
Su amor no tiene límites: todo cuanto existe está hecho para ti, pensando siempre en ti. El aire, las plantas y flores, los animales y montañas, los ríos y los mares, todo lo que hay en el universo, todo fue creado para ti. Aún las más recónditas galaxias las hizo para que pensaras en cómo es Él, en su poder y gloria y lo alabaras a Él. Te hizo a su imagen y semejanza; te dotó de inteligencia y voluntad, de ricas emociones y sentimientos y así, alma, espíritu y cuerpo en una notable armonía constituyen tu ser, siendo tú una persona, única, irrepetible con la misión de ser alabanza de su gloria. Tu cuerpo es una maravilla perfectamente ordenada, donde todo funciona en sintonía, para que puedas vivir en la tierra. Los órganos, los músculos, la piel y los huesos, las venas y arterias, todo está ahí en función de tu vida y son una manifestación del poder divino que todo lo hace bien.
Tu alma, donde residen tu mente y emociones, sentimientos, voluntad y memoria, es de naturaleza espiritual y contiene una información casi ilimitada, y puede amar con tan grande intensidad que abarque todo lo que aparezca, y creer, sentir y esperar de manera asombrosa. Y tu espíritu, esa apertura a lo trascendente, a lo divino, puede recibir la presencia del Altísimo y entablar un diálogo con Dios, como de un hijo al Padre. Y es el espíritu quien comanda todo tu ser y determina el camino que has de seguir, porque nuestra meta es Dios y tenemos hambre de infinito y no descansaremos hasta encontrar la fuente de lo eterno, en Dios Padre, Hijo y Espíritu. Por eso al final todo termina siendo una búsqueda insaciable del manantial divino, tanto si encontramos al Dios que es Vida en abundancia o terminemos bebiendo el agua putrefacta de los charcos inmundos del pecado creyendo que allí está lo divino. Todo es cuestión de cómo vivamos nuestra existencia espiritual y eso determinará nuestra felicidad o amargura.
Ha sido tan grande el amor de Dios que en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre y se identificó totalmente con nosotros. Solamente el que ama busca aproximarse y parecerse cada vez más a los que ama. Mientras más amor hay, más intenta uno acercarse, identificarse y hacerse uno con el ser amado. Más busca experimentar la suerte del que uno ama; sufrir, gozar, llorar, reír, en sintonía con el otro. Pues eso hizo Dios. La encarnación es el gesto de amor más grande de un Dios que tanto amó al ser humano, que sin dejar de ser Dios, se despoja de todo y al hacerse hombre vive todo lo que un hombre experimenta menos el pecado y además quedándose con nosotros para siempre.
Por eso en la tierra aprendió todo con paciencia, desde caminar, hablar, rezar, leer, escuchar las Escrituras, trabajar, conocer el corazón humano, hasta aguantar improperios, calumnias, ofensas, desprecios. Pasó hambre y cansancio, sintió angustias y hasta miedo, experimentó la soledad y la traición, así como las alegrías y consuelos propios de un hombre que se gozaba de la ternura de su madre, la belleza de un atardecer y la compañía de sus discípulos. Que sentía compasión por los pecadores y enfermos, que servía a todo el que aparecía en su vida y que nunca se cansó de hacer el bien. Vivió en armonía y comunión total con su Padre, obedeciéndolo en todo.
Y confirmó su amor total hacia nosotros experimentando la más cruel pasión, con torturas de todo género, desprecio del pueblo, condena injusta de las autoridades, traición de sus discípulos hasta la muerte por asesinato. Y todo eso nos hizo ver hasta dónde llegaba su amor y con eso pagó el precio del rescate, salvándonos de la muerte eterna, entregándonos al Padre y haciéndonos herederos del Reino en comunión con el Espíritu Santo, con quien somos invencibles.