Inversiones con valor eterno

Hace mucho tiempo, en un pueblo rodeado de verdes colinas, vivía un comerciante llamado Alan.

Hace mucho tiempo, en un pueblo rodeado de verdes colinas, vivía un comerciante llamado Alan. Era conocido por su agudo sentido de los negocios y era respetado por todos. Un día, un viejo viajero llegó al pueblo. Vestido con ropas andrajosas y llevando un pequeño saco, iba de tienda en tienda, pidiendo comida. Los aldeanos, viéndolo como un mendigo más, lo ignoraron, pero Alan decidió hablarle.

“Por qué es tan pobre”, le preguntó. El anciano sonrió. “No soy pobre en absoluto. Poseo algo más valioso que el oro”. Alan, curioso, indagó más. “¿Qué es ese tesoro del que habla?”. El anciano miró a su alrededor y luego se acercó más. “Poseo conocimiento. Conocimiento de Dios, de las personas, del tiempo. Y lo comparto libremente con los que me escuchan”. Alan, intrigado, decidió pasar la tarde con él. El viajero habló de los ciclos de la naturaleza, la importancia de la bondad, el arte del comercio y la forma de cultivar la riqueza no solo en monedas, sino en relaciones y sabiduría.

Pasaron los años y Alan continuó desarrollando su negocio, pero su enfoque había cambiado. Usó su riqueza para ayudar a los demás, invirtiendo en la comunidad, compartiendo sapiencias y ofreciendo un comercio justo. A medida que se hizo conocido por su generosidad y sabiduría, ganó no solo dinero, sino también el respeto y la admiración de los que lo conocieron.

¿Notó la diferencia, querido lector? Los “tesoros en la tierra” hablan de inversiones en cosas que solo tienen valor y utilidad terrenales. Los “tesoros en el cielo” se refieren a las inversiones terrenales que tienen valor eterno (ver Mateo 6:19-21).

Esto segundo es lo que se destaca en la historia anterior, donde las riquezas más valiosas llegaron a ser la sabiduría, las relaciones y las marcas positivas que se dejan en los demás. Entenderlo, pues, y practicarlo, nos hará menos susceptibles a la codicia y nos dejará mejor ubicados para hacer el bien y, así, enriquecernos verdaderamente en el proceso.

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