Quién le ha visto y quién le ve... Irrumpió en la política de Nicaragua a punta de pistola, derrocó al dictador Anastasio Somoza, proclamó la revolución sandinista, se envolvió en el marxismo, se peleó con la Iglesia, confiscó, nacionalizó, y perdió las elecciones. De aquella etapa poco le queda, en apariencia, al presidente Daniel Ortega.
Para cuando volvió al poder, en 2007, ya había sustituido el negro y el caqui de su vestuario por el blanco impoluto. Las lentillas jubilaron a las gafas de gruesos vidrios. Se volvió pío y puritano. Enterrado el escándalo de los presuntos abusos sexuales contra su hijastra, Ortega se casó por la iglesia con su compañera, Rosario Murillo, y penalizó el aborto terapéutico, admitido en Nicaragua desde el siglo XIX. La piñata de los noventa —la rebatiña, entre dirigentes sandinistas, de empresas y posesiones confiscadas— le había descubierto tiempo atrás las bondades de la propiedad privada y el capitalismo. Ahora los empresarios le adoran y el arzobispo Obando y Bravo lo venera. Y él, Ortega, ha decidido patentar una nueva forma de Gobierno: una presidencia vitalicia apoyada en el capital, la Iglesia y el Ejército.
Si ya en 2011 sorteó la prohibición constitucional de reelegirse de manera consecutiva —gracias a la fiel Corte Suprema, que decidió que ese artículo era “inaplicable”—, ahora Daniel Ortega ha enviado al Congreso una reforma constitucional para poder reelegirse indefinidamente y por mayoría relativa: nada de un porcentaje mínimo de votos. Con la poderosa maquinaria de ayuda social (y clientelista) que él y su mujer controlan, y con una oposición que no está ni se la espera, la cosa está cantada.
La reforma permite que el presidente —o sea, él— emita decretos con rango de ley y nombre a militares en activo en cargos públicos. Las decisiones, además, serán consensuadas con el sector empresarial. Y nada mejor que impulsar la “democracia directa” dando el protagonismo a las organizaciones de barrio creadas por su esposa, Rosario, que invoca a la Virgen y a Dios al menor descuido, pero que por si acaso espanta con turquesas la mala suerte. Así, afianzado en la poltrona, y controlados el Congreso y los tribunales, el siguiente paso será instituir una dinastía hereditaria. Somoza ha muerto, viva Ortega. (Editorial EL PAIS),