17/10/2024
07:41 PM

Hondureñas llevan dos años de llanto y espera por sus familiares

Luego de haber sido asesinados en una masacre en el municipio de Cadereyta, Nuevo León, México, sus madres
y esposas esperan la repatriación de los cuerpos.

La Paz, Honduras.

Han pasado dos años desde que ocho madres y esposas comenzaron a derramar lágrimas por igual número de hondureños identificados entre las 49 víctimas de la masacre ocurrida el 13 de mayo de 2012 en el municipio de Cadereyta, estado de Nuevo León, México.

Era difícil aceptar que de aquellos 13 hondureños que salieron el 14 de abril de 2012 del departamento de La Paz a Estados Unidos en busca de oportunidades, ocho fueron declarados muertos por un equipo argentino de antropología forense que efectuó las pruebas de ADN y confirmó la identidad de esos compatriotas.

Las ocho familias -cinco de La Paz, dos de la villa de San Antonio en Comayagua y una de Olancho- buscaron apoyo en la Cancillería de Honduras, pero siguen esperando respuestas concretas de la directora del servicio consular para hacer posible la repatriación de los cadáveres.

“Enviamos varias notas que fueron recibidas por la directora consular. Solo el cónsul de México nos ha prometido ayuda para repatriar los cuerpos. México nos ha apoyado más. En Cancillería sentimos que ha habido negligencia porque no se han pronunciado ni nos ayudan a agilizar los trámites. Son dos años de esperar a solas cargando este dolor”, dijo una de las apesaradas mujeres.

Como el dolor une, se organizaron y fundaron el Comité de Familias de Migrantes Desaparecios del Centro de Honduras (Cofamiceh) y desde esta organización quieren ayudar a quienes no saben nada de sus parientes que emigraron buscando un paraíso convertido en infierno.

Cronología de abusos y muertes cometidos contra migrantes centroamericanos en su paso por México on Dipity.

Trágica noticia

La noticia divulgada por medios internacionales refería que 49 cadáveres -43 hombres y seis mujeres- fueron abandonados la madrugada del 13 de mayo de 2012 en el kilómetro 47-200 de la carretera libre a Reynosa, en el municipio de Caderayta, Nuevo León.

Los cuerpos estaban mutilados, por lo que se dificultó la identificación por las autoridades.

Dos días después, el rumor de la desaparición de los hondureños llegaba como un mal presagio, pero cada familia albergaba esperanzas de que solo se tratara de un secuestro. Esperaban que una llamada de uno de los 13 que viajaron les confirmara que era una falsa alarma, pero finalmente llegó la dura verdad: una hondureña en México les notificó lo que temían: fueron asesinados.

“El 5 de mayo de 2012 fue la última vez que tuvimos noticias de ellos. Nos dijeron que estaban bien, a punto de dar el último salto para llegar a Estados Unidos, pero desde ese día perdimos el contacto”, explicó Norma Marina Suazo, madre de Fabricio Anael Suazo.

La desesperación se apoderó paulatinamente del grupo de madres y la Cancillería les notificó a inicios de junio que uno de los cuerpos había sido identificado mediante los documentos que le fueron encontrados en el pantalón. Ese dato ayudó a que la Procuraduría General de la República en México organizara una comisión forense con el fin de tomar muestras de ADN a las madres de los hondureños que habían migrado ese año a Estados Unidos.

Los equipos forenses de Argentina llegaron al país y en Tegucigalpa y El Progreso tomaron las muestras de los familiares. El proceso fue lento y finalmente el 22 de diciembre de 2013 se confirmó la identidad de ocho de las 49 víctimas de la masacre.

“Hasta en diciembre nos dieron los resultados y nos confirmaron que mi hijo era uno de los muertos. Hemos llevado un proceso largo y ahora pedimos a las autoridades que consideren nuestro dolor y nos ayuden a repatriar a nuestros muertos. No tenemos paz, la angustia nos invade y solo queremos tenerlos en el país”, suplicó Vitalina Velásquez Cardona, madre de Elmer Saíd Barahona.

¿Quiénes eran?

Siete de las ocho madres que hoy lloran a sus muertos hablaron en exclusiva con LA PRENSA. Cada una de ellas relató la historia de sus hijos, quiénes eran y por qué decidieron abandonar el país.

Norma Marina Suazo no para de llorar cuando recuerda a su hijo Fabricio. Los recuerdos están grabados en cada rincón de la casa donde vive. Tres meses antes de que su hijo partiera por segunda vez a Estados Unidos le reparó la casa, le construyó un muro para que se sintiera segura y la cubrió de cariño.

“Mi hijo tenía un taller de electrónica. Arreglaba estufas, televisores, equipos y planchas. Era un mil usos y tenía un gran corazón. Era mi hijo menor. Estuvo antes tres años en Estados Unidos, pero lo deportaron en 2010. Cuando volvió me dijo que regresaría. Creo que se enamoró porque allá quería casarse.

Pero no volvió. Fue el primero al que identificaron y eso ayudó a que reconocieran al resto del grupo. Si no, estarían en el anonimato”, dijo sollozando.

Vitalina, maestra jubilada, relató que su hijo Elmer, pese a que fue deportado, estaba obsesionado con volver a Estados Unidos.

“Le dije que se quedara en el país, pero no quiso porque dijo que buscaba otras oportunidades y se marchó. Me dijo ‘vamos 13, mami’. Cuando iba en el trayecto me llamó de varios lugares, pero antes del Día de la Madre de 2012 me mandó dinero. Fue cuando me dijo que se sentía seguro porque ya había cruzado el camino”, relató.

Pero Vilma Leticia López, la esposa de José Enrique Velásquez, se culpa. Siente que si hubiera apoyado a su esposo en sus proyectos, tal vez estaría vivo. Su dolor se traduce en llanto y ahora los recuerdos y el deseo de sepultarlo son su consuelo. “Me quedaron dos hijos de 10 y 7 años. Mi esposo era maestro de educación primaria. Lo desesperó la falta del pago en una plaza que tenía. Teníamos deudas, compromisos y aunque buscó opciones para ganarse la vida, las puertas se le cerraron y solo le quedó irse con el coyote”, narró.

Otra madre que no deja de llorar es la de Javier Tejada. Su hijo tenía varios años de vivir en San Pedro Sula. Asegura que antes de irse fue a visitarla, pero nunca le dijo que iba a emigrar. “Fue como una despedida. Nunca me había abrazado y cuando pasó conmigo esa Semana Santa, al despedirse me abrazó y me dijo que todo estaría bien. Jamás confesó que buscaba irse. Era el segundo de mis siete hijos”, dijo Georgina Vásquez.

El vacío sigue calando después de dos años. Se aferran a los recuerdos, a las últimas conversaciones que tuvieron con ellos. Hoy solo piden que se los devuelvan, que tengan un sepelio digno para llevarles al menos una flor a sus tumbas.