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Cuentos y Leyendas de Honduras: La abuela

  • 08 febrero 2018 /

El escritor hondureño Jorge Montenegro falleció hoy en Tegucigalpa.

San Pedro Sula, Honduras

Cuentos y Leyendas de Honduras: La abuela

Cuando doña Rosario llegó a los 92 años de edad, era aún una señora fuerte que vivía en una aldea del municipio de Cedros. Sus dos nietos, de 18 y 15 años, se dedicaban a las labores agrícolas.

—Viera, abuelita Chayo, cómo está la milpa... así son los elotes de grandes. Ah, y mañana la doblamos para que usted nos haga tamalitos, atol, tortillas y todas esas delicias que usted sabe.

La anciana sonrió complacida y les aseguró a sus nietos que elaboraría los productos solicitados cuando le llevaran los elotes. Carlos y Raúl estaban felices con el resultado de su trabajo, eran propietarios de una de las más hermosas milpas de la zona. Luego sembrarían frijoles y papas.

Los muchachos habían quedado huérfanos de padre y madre, que se ahogaron durante el paso del huracán Mitch por nuestro territorio. Crecieron bajo la tutela de su abuela Rosario y heredaron de sus padres gran cantidad de tierras, que cultivaban contratando los servicios de jóvenes y viejos de la comunidad. Carlos y Raúl no tenían vicios y constituían buenos partidos para las jovencitas que estaban solteras, pero estaban dedicados a su abuela y a su trabajo. Decían que ya llegaría el día de hacerse de una novia para luego casarse y tener hijos.

El tiempo fue pasando y el peso de los años se hizo presente en la vida de doña Chayo. Había llegado a los 98 años y, aunque trataba de disimularlo, ya no podía realizar muchas de las tareas que ella misma se había impuesto. Finalmente cayó en cama. La comunidad entera hacía vigilias todos los días ante la prolongada agonía de la querida anciana. Carlos se acercó a su madre-abuela y le depositó un beso en la frente. Ella lo vio con ternura y le dijo:

—Carlitos, hijo mío, pronto no estaré aquí. Ya vienen a traerme, pero aunque me vaya siempre estaré con ustedes, nunca los dejaré, nunca.

Media hora después se avisó a la comunidad que doña Chayo había entregado su alma al creador. Hubo gran consternación. Todos lloraron el viaje sin retorno de la noble anciana. El pueblo asistió al sepelio y llegó también gente de aldeas circunvecinas a darle el último adiós. Sobre la tumba de doña Chayo quedaron centenares de ramos de flores y coronas como un símbolo de amistad y solidaridad con los hermanos Carlos y Raúl. Tremendo fue el golpe para los hermanos. La iglesia fue insuficiente para la enorme cantidad de personas que llegaron a rezar los nueve días, según la tradición católica.

El tiempo se encarga de sanar las heridas del alma y, aunque los recuerdos no se borran jamás, los hermanos siguieron sembrando y cosechando los productos de sus tierras. Se decía en el pueblo que eran los únicos que, así como invertían dinero en sus milpas, así eran las ganancias. De pronto, las cosas cambiaron en Cedros y sus alrededores; se decía que una banda de delincuentes cultivadores de marihuana estaba asaltando carros repartidores, viviendas y negocios. Cuando Carlos y Raúl bajaban de la montaña encontraron gran cantidad de personas que rodeaban el cadáver de un hombre.

—Se lo comieron —decía una mujer desesperada—, se comieron a don Mariano esos desgraciados, le robaron lo poco que llevaba, malditos. Dios se encargará de castigarlos porque la policía no hace nada.

Como es sabido, en muchas de nuestras comunidades, las personas trabajadoras guardaban su dinero en latas, colchones, ollas de barro, hornos y lugares muy secretos. Miembros de la temida banda de facinerosos que se había organizado en la zona se enteraron de que en una aldea cercana vivían personas dedicadas al trabajo que guardaban dinero y enfocaron su atención en los hermanos Carlos y Raúl.

—Es más fácil llegar de noche para sorprenderlos en la casa y obligarlos a que nos den el dinero que esconden —dijo el jefe de la banda—. Ese dinerito que tienen pronto será de todos nosotros, ja, ja, ja.

La difunta abuela recibía la visita de sus nietos, que todos los días llegaban a depositar flores silvestres en su tumba. Una tarde, cuando regresaban al pueblo, escucharon claramente la voz de la abuela:

—¡Nunca los dejaré solos!

Sorprendidos, sintieron que un frío les recorría el cuerpo.

Llegó la noche. Eran aproximadamente las once cuando unos diez hombres encapuchados rodearon la casa de los hermanos. El jefe se adelantó para abrir la puerta de una patada. Repentinamente se quedó paralizado. Los demás miembros de la banda también se quedaron inmóviles.

Los delincuentes comenzaron a gritar desesperados sin poder moverse al escuchar aquellos pavorosos gritos. Los hermanos y sus vecinos se despertaron, utilizaron linternas de mano y vieron a los pícaros paralizados, mientras millones de hormigas les comían el rostro. Lo más sorprendente es que, como si fueran pirañas, del rostro del jefe de los delincuentes solo quedó la calavera. Los habitantes de la aldea estaban horrorizados; jamás en su vida habían visto algo igual.

Los hermanos pensaron que su abuela, al verlos en peligro de muerte, había hecho algo sobrenatural y decidieron no contar nada sobre la promesa que la anciana les había hecho. Cuentan que en cierta época del año se escuchan los lamentos de los delincuentes que habían asesinado a muchos campesinos.